Ella me pidió que la
desvirgara,
que le diera lecciones de
apareamiento.
Le advertí “soy
borracho, y además poeta”.
Ignoró mi verba.
Y convivimos algunas
semanas
hasta que estuvo lista.
Llegada la hora nos
desnudamos
en un hotel, sobre
Insurgentes,
con nombre de torre
inclinada.
Le arranqué la
virginidad a su boca.
Le desgarré la
virginidad de su vulva.
Le amotiné la virginidad
del ano.
Abierta como la
naturaleza en primavera,
como la fosa que anda
esperando cadáver,
como carroña en canal
aguardando carnicero,
dolorida pero alegre
le conviví de mi trago y
se negó,
pues nunca había
pisteado;
entonces, también le
desniñé el hígado
y su trinidad de agujeros
se adaptó de nuevo a mis
dimensiones,
a mi gana erguida, mi
columna de sangre.
Aguijé, sin piedad,
su espíritu lujuriante;
y en su corazón --con
una navaja--
escribí: propiedad de
Manolo Mugica.
Vuelta un manojo de
éxtasis,
ligada emocionalmente a
mi osamenta,
entre hiperventilación y
gemidos,
me proclamó querencia
absoluta.
Eyaculé en su boca
para preñarle de
amargura las palabras,
para acallar sus
vociferaciones querendonas.
Luego me vestí y le dije
que no la volvería a ver.
Exclamó alguna de esas
tonterías
a las que suelen recurrir
los enamorados:
un “te amo”, un “te
necesito”, un “¿por qué me haces esto?”,
a lo que respondí: “es
que soy borracho... y además poeta” y me largué.
Tiempo después supe
que esto mismo le ocurrió
a un escorpión y una rana.
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