Emerge
incandescente.
Crea
hogueras literarias
donde
las musas se funden.
Se
vuelven tinta
y
cantan al ritmo
de
la mano que las ciñe,
del
cerebro que empuña el cuerpo.
Es
la voz de la llama.
Arde
en las venas,
las
recorre
como
si fuera la sangre
un
camino de gasolina.
Vida y muerte
provocan la
combustión de la voz
al besar la
frente de un cadáver.
Se incendia el
poema
y las metáforas
al rojo-vivo
marcan las
pupilas
de aquellos
lectores
que buscan una
chispa
para arder en el
eco de la palabra.
La
llama sube por la garganta
como
si incendiara un edificio.
Halla
en el siniestro de su paso
una
poética inflamable
capaz
de chamuscar la tersura
hasta
la ceniza.
Espera
los estertores del viento
que
transportan la hermosura derretida
—la
diáspora bella—
a
los pulmones transeúntes
que
extraviados en el frío
carecen
de voz,
ignoran
la llama.
Si
el mundo inhalara
esta
calcinada hermosura,
una
pira universal
ardería
en el corazón humano.
Debo encontrar
el génesis
de esta voz,
de esta llama;
correr el riesgo
de no escribir más,
ni a los que amo
ni a los que
odio.
Voy a tirarme al
río
para ver si la
voz
se apaga.
¿Y cómo se llama
la llama de la voz?
Quizá conciencia
o pensamiento,
vagabundo o
poeta.
Si echara tierra
a su nombre,
si agua;
si lograra no
dejar ascuas
tal vez
vería la voz
antes de su lumbre;
antes de toda
cálida fiereza
y podría
contarle las caricias al fuego.
La
voz se divide en dos:
—¡Vos sos la voz!
—¡Voz sos la tos!
Ninguna
acierta.
Escruto
el recuerdo,
desvisto
a las neuronas.
Descubro
que el pasado
está
hecho de muerte,
la
muerte está poblada de ilusiones;
las
ilusiones son el poema, lo que jamás ha sido;
el
verso muere después de escrito;
el
lector degusta ideas disecadas.
La
voz no busca la llama,
la
llama encuentra la voz.
Por
fin escucho con los ojos,
observo
con los oídos,
aprendo
a desaprender…
El
pasado no quema,
está quemado.
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