“Para escribir libremente debes principiar
por ser
libre,
no por el anhelo de escribir libremente”.
Luis Cardoza y
Aragón
¿Qué debe hacer un escritor para merecer
dicho título?
Poco importa la prosopografía del literato;
más reveladora es su etopeya. Ésta, puede arrojar grandes descubrimientos si se
realiza una lectura atenta de sus obras.
Resulta estúpido pensar que una sola
respuesta logrará esclarecer lo que un escritor debe hacer o deshacer. A lo
sumo, la única verdad casi irrefutable sería la siguiente: Un escritor debe
escribir. Y digo casi irrefutable,
porque no faltará quien postule una antítesis ante dicha declaración.
Pero mientras ello sucede y haciendo a
un lado los cuestionamientos insanos que puedan derivarse de mi afirmación
(como ¿cuánto debe escribirse para ser considerado escritor? o ¿llamaremos
escritor a quien carece de publicaciones?, etc.), trataré este escrito sin
empachos ni perífrasis; con cierto jolgorio si es posible y lo aderezaré con
algo de vehemencia.
Me valdré de opiniones varias para
sentirme acompañado en este trance, en esta vocación tácita, hija no reconocida
del silencio.
Aclaro, adelantándome a sus dicterios,
que emplearé los vocablos escritor y literato como si fuesen lo mismo.
Comenzaré mi diatriba al secretario
modo:
A quien corresponda.
Por medio de la presente, expreso el
disgusto que me provocan quienes se dicen escritores y apenas balbucen el
alfabeto.
Narradores, ensayistas, dramaturgos,
poetas, todos esos malos retóricos de paupérrimo patetismo, de turra intuición.
He leído y escuchado propuestas
“literarias” de supuesta última generación; ofertas “vanguardistas” que
rivalizan con la solemnidad y el recato, que exhortan a la abolición de las
élites inventivas, donde se anhela un arte para todos, arte de corte plebeyo
para que hasta un Juan lanas sea capaz de paladearlo sin conocimientos previos,
sin mínima cultura.
Cierto, cualquiera puede leer un buen
libro pero no cualquiera es capaz de disfrutarlo.
Esto no se debe a la alta cultura o al
refinamiento, por lo menos no completamente.
Cada ánima posee su hechura mas no todo
humano posee alma. Lo veraz es que en la
literatura nada vuelve a los espíritus tan imprudentes y atrevidos como la
ignorancia de los tiempos pasados y el desprecio por los libros antiguos.[1]
Y aquí hago un paréntesis: utilicé los
términos ánima y alma, porque en la cita se usa el de espíritus. Explicado esto, prescindan de considerarme un boludo en
menesteres ontológicos y teológicos, que esa es harina de otro costal. En
resumen: Tráguense sus jolines y recuerden que el que no sabe jugar las armas con destreza, abstiénese de los
ejercicios del Campo.[2]
Volviendo al asunto del escritor en
nuestros días, toda destrucción o construcción requiere conocimiento y la
mayoría de las propuestas que mis contemporáneos ostentan se fundan en la
ignorancia. Ese es el pilar que los sostiene.
Lo único que “destruyen” son los
arquetipos populares; es decir, atentan contra aquello que pregonan, pues el
pópulo no comprende por LITERATURA los panfletos
experimentales que producen, con los que intentan colonizar el imaginario
popular.
Las escasas neuronas de estos redactores
llaman a la retórica “lo establecido”, “el sistema” o, en el colmo de la
burrada, “la academia”.
Reducir la literatura a la academia es ofensivo. Explicado con
manzanas, esta creencia es similar a aquella que confunde la institución
religiosa (mezquita, sinagoga, iglesia) con Dios. Romper las leyes
espirituales, de cualquier religión, no formarán necesariamente nuevas leyes
religiosas o nuevas religiones.
Romper los dogmas no romperá a Dios. Del
mismo modo, romper la tradición no romperá la literatura. La literatura tiene
un orden, incluso hallándose desordenada.
¿Y qué diablos quieren destrozar estos
descerebrados?, ¿contra qué atentan?
La respuesta podría hallarse en un
esquema que encontré; en él se abordan las supuestas cualidades del literato. Este
cuadro sinóptico fue manufacturado por un profesor de la Escuela Nacional
Preparatoria; su nombre es Salvador Ávila Martínez.
Dicho esquema aparece en el libro
“Literatura española. Cuarto año de bachillerato”, editado por Porrúa desde
1968.
Me resulta tierno por su inocencia,
cómico por su costumbrismo.
Lo transcribo a continuación:
Más lamentable que sus incisos, no del
todo errados, es el enfoque de las cualidades que otorga a cada aspecto de la
lista.
¿Imaginación creadora? Parece pleonasmo.
Es como decir “enfermedad dañina”.
Probablemente, espero, sólo se trata de
un lío conceptual, dado que no toda imaginería culmina en algún acto de
creación.
En cuanto a la “exquisita sensibilidad”,
ignoro si existe la “sensibilidad repugnante”.
Lo fáctico es que los dos primeros
incisos son imposibles sin la consciencia. Es más, la consciencia los engloba
porque son características de ella.
La imaginación parte del conocimiento.
La imaginación traslada el saber de
un elemento hacia otro elemento; los saberes,
tanto el ajeno como el propio, se ayuntan y forman una mezcla —heterogénea u
homogénea, según el literato lo desee—, generando un compuesto (oración,
cláusula, miembro, verso, proposición, etc.); se trata de química básica.
En lo concerniente a la sensibilidad,
bueno, todos sentimos. A pesar de ello, hasta que se educa la sensibilidad es
que puede llamársele conciencia.
La conciencia es sensibilidad educada;
asociar refinamiento con educación es mero cliché.
El literato tendría que estar consciente
de que ninguna palabra nace del vacío
sino que deriva y se apoya sobre la vida que la ha precedido y que, sin
embargo, se ha expresado en su propia forma. Ellas nos llegan con el resabio de
arcanos aromas que son el sentido de su antigüedad, el prestigio de su nobleza.[3]
Pero no, esto no sucede. De hecho, pareciera que olvidan algo fundamental: La
literatura la generan las palabras.
Estos remedos de escriba confían sus
textos al inciso “c” del cuadro. ¡Vaya caterva de iletrados! Analfabetos
emocionales desde la cuna, apuestan a la inspiración y no al oficio. Como
consecuencia lo que generan son textos deturpados.
Van por la vida difundiendo alguna frase
sobre su naturaleza de literatos, por ejemplo: A semejanza del minero es el escritor: explota cada intuición como una
cantera.[4]
Pregonan frases de escritores reconocidos, consagrados, formados, mas no las
aplican en su quehacer. Sus débiles intuiciones no son explotadas ni mucho
menos. Las exponen con mediocridad en sus escritos y eso es lo molesto, no las
citas en sí.
Textos hechos de esa forma, al cernícalo
modo, terminan por ser nocivos para la literatura.
Sin
meditación no puede haber solidez en la obra literaria. Todo lo que se hace
alborotadamente es cosa de primer plano. El mundo moderno ha perdido el hábito
de la soledad interior entre el ruido de los automóviles, aviones y radios.
Sólo la conservan con método consciente el religioso y el artista.[5]
Religioso y artista, no seudo-religioso
y pretensión de artista.
Algo es claro: El pretensioso permanece
en la superficie.
El último inciso, “el buen gusto”, es de
pésimo gusto por las supuestas facultades que debe poseer. Sobre esto, Antonio
Machado sugiere lo siguiente: Sed hombres
de mal gusto. Yo os aconsejo el mal gusto, para combatir los excesos de la
moda. Porque siempre es de mal gusto lo que no se lleva en una época
determinada. Vaya vera.
Al parecer, en la actualidad, el “buen
gusto” se tiene como sinónimo de clásico,
de tradición. Contra esto se efectúa
la “transgresión”. Atentan contra un esquema, similar al de Ávila Martínez,
poco meditado, delineado por el costumbrismo.
Consideremos, además, que muchas de
estas propuestas “literarias” argumentan que escribir de cierta forma o sobre
ciertos temas ya ha pasado de moda.
Vanita
vanitatum et omnia vanitas; la literatura nada tiene que ver con la moda. Si
es moda no es literatura. Hay tendencias históricas, pero no moda. Como bien
sabemos la moda es efímera; la literatura no, ya que contiene esencialidades.
La moda adorna lo de afuera; la literatura expresa lo que hay dentro.
Por esto Machado exhorta a practicar el
mal gusto, aquello que “no se lleva en una época determinada” y en esta época
lo que no se lleva es la preparación, la vocación literaria.
Aparte. El menos reconocido de los
padres del cubismo, Georges Braque, dijo: El
arte está hecho para perturbar. La ciencia para dar seguridad.
Sin proponérselo dio en el clavo, ya que
estos dos elementos son necesarios en la composición de cualquier obra
artística; me refiero a la perturbación y la seguridad; arte (salvajismo) y
ciencia (civilidad).
La literatura demanda un estado
consciente o cuando menos una consciencia de la inconsciencia.
Muchas
veces el problema radica en querer apropiarse estilos extranjeros, pero en su expresión se palpa la ausencia de la
propia raíz idiomática. Así, sus obras, con todas sus posibles excelencias,
dejan un sabor de inmadurez y hasta de torpeza. Sus estilos, por alterar el
estilo del idioma original, resultan postizos e inadecuados.[6]
Asimismo,
suele suceder que escriban sobre estilos de vida que desconocen, haciendo
textos acartonados, forzados; la técnica se aprende, no así la sabiduría de la
sangre.
Un
buen ejemplo de esto se halla en quienes desean elaborar una escritura violenta
o decadentista y sólo consiguen hacer, de su expresión, triste chapuza.
Y
no se me malinterprete, es obvio que no se necesita vivir tal o cual
acontecimiento para escribir sobre él. Lo que sí se requiere para poder
persuadir al lector, para que el texto parezca natural, es estudiar —o cuando menos
meditar— el hecho que vaya a aludirse.
Otro peligro son los grupos literarios. La
amenaza, para el mundo de las letras y los lectores asiduos, radica en que se
deja de hacer literatura para generar tendencias; el groso de los escribientes
seguirá las fórmulas del que más destaque o esté en boga. He aquí otra
contradicción: Buscan la originalidad imitando y ni siquiera imitan a la naturaleza,
como indica el concepto antaño; son tan prefabricados que nada luce natural en
sus textos.
A esta altura, en este tiempo, buscar la
originalidad es de lo menos original. El hecho de que algo sea novedoso —que no
original— NO implica que posea calidad literaria.
Cuando alguno de estos redactores
apopléjicos menciona que escribe para renovar la literatura, no sólo resulta
una pretensión repugnante sino una aseveración oligofrénica.
Nada
más original, nada más uno mismo que nutrirse de los otros. Pero es preciso
digerirlos. El león está hecho de cordero asimilado.[7]
Esto debe ser difícil de comprender para quienes padecen apepsia.
Sus obras indigestas, sin raigambre y colmadas
de angaripolas, bien podrían catalogarse como pasquines soflameros,
manufacturados por mercachifles; pane
lucrando, reza la antigua locución.
Si se hace alguna crítica —¿será necesario
explicarles qué es la crítica?— sobre sus cutres literarios, no sólo se gana la
enemistad, sino que se corre el riesgo de ser tildado de ignorante. El burro hablando de orejas, diríamos
coloquialmente.
Tanto se ensimisman en su talento entredicho
que osan “criticar” fatuamente; incluso, “deshacen” obras y autores sin una
previa hojeada al trabajo o escritor en cuestión.
Son un manjar para la sátira y la
jiribilla:
Entre
los más grandes descubrimientos que al intelecto humano le dio por hacer en los
últimos tiempos, figura a mi opinión el arte de juzgar libros, sin haberlos
leído.[8]
Carentes de juicio, se escudan en el prejuicio;
en sus maleducados gustos cerreros.
Estos escritores de pacotilla se
presumen libres y hasta libertadores; quieren romper las cadenas que ciñen a la
sociedad lectora. Lo que dejan de notar, dada su miopía que suele transformarse
en ceguera, es que caen en lo coercitivo; doblegan la voluntad del neófito con
discursos de vena casi merolica, pero jamás mencionan la otra cara de la moneda
porque la desconocen: Me refiero al peso que posee la circunstancialidad de la
palabra dentro de cualquier escrito, entiéndase: LITERATURA.
Fuera
de los vocablos, que designan objetos materiales y utensilios o instrumentos de
la existencia, la palabra es para un artista siempre un valor de relatividad,
que sólo se mide por la situación y por el ambiente [9] (subnormales,
con “un artista” se refiere al literato).
Es comprensible que no piensen en este
asunto. Nada puede exigírsele a sus neuronas “divinas, inspiradas”, que sólo
sienten o simulan que sienten.
Ojalá pudieran tapar el sol con el dedo
índice, mas ignoran la existencia del sol y, probablemente, los nombres de los
dedos.
Quien admira trujamanes de esta calaña, regularmente
los admira porque omite otras opciones; padece la misma inepcia de aquellos a los
que admira.
El lector que consume estos vómitos es
tan culpable como aquel que los produce.
La ignorancia es opcional; el conocimiento
está para quien lo desee.
He de ponerlos al tanto de una increíble
noticia: Hace mucho que los clérigos no son los únicos con acceso a los libros
—inagotable fuente de sapiencia— y, aunque suele haber imprecisiones, ya existe
la conexión a internet, por lo menos en las ciudades.
El escritor,
como el corredor, practica su trabajo en la forma más gratuita y desinteresada,
porque nadie lo obliga.[10]
El trabajo que se realiza por gusto es, quizá, el más honesto y noble de los
trabajos; genera profundidad, ya sea en el pensamiento o en la acción que se
realiza (escribir, correr, por ejemplo).
Cuando
la escritura es un acto determinado por la gratuidad, por el desinterés de lo
masivo —lo que no exenta que pueda obtener una posición dentro del mercado—, no
existen óbices, no hay capítulo, pasaje, drama o verso, que sea inane.
Quien
escribe para sí, no hace más que alimentarse. En el convite de la escritura participan
el literato, sus influencias y sus detonantes. Necedad de necesidades. Ímpetu y
pundonor.
Quienes
piensan que es imposible escribir para uno mismo están en la inopia. Es semejante
a creer que nos nutrimos, o desnutrimos, en pos de los demás.
Escribir
para sí mismo no debe considerarse como un acontecer ególatra. Esa paparruchada
es mera fijación superflua, tediosa proposición de tan machacona.
Escribir
para uno mismo es un acto de esencialidad y no de sobaquina.
Se
trata del autoconocimiento por medio de los otros y mediante el estilo.
El
estilo puede equipararse a la huella dactilar, a la voz. De esta forma los lectores
identifican al autor; así conocen, por la particularidad del timbre, al
literato.
Las
manadas de escritoretes, que abundan, impiden que esto ocurra, dado que sus
voces son similares, en el mejor de los casos; en el peor, son idénticas.
Y
aunque el estilo resulta el más particular de los rasgos, tampoco lo es todo.
Recordemos
aquella frase:
Gastó largos
años para hacer un estilo. Cuando lo tuvo, nada tuvo que decir con él.[11]
¿Qué debe hacer un escritor para merecer
dicho título?
Poseer una serie de elementos y
habilidades; conjugarlas, vaciar el resultado en el papiro, en la computadora,
donde cobrarán otro sentido, otra energía.
La publicación es la transmutación de la
palabra, no la búsqueda de su otra mitad.
Ténganlo presente antes de bisbisear sus
burradas, zotes “revolucionarios”.
Abandonen
la saña y cultiven la consciencia, la única posible hazaña.
La gloria o el mérito de ciertos hombres está en
escribir bien; la de algunos otros en no escribir.[12]
Sanseacabó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario