jueves, 17 de abril de 2014

GLOSA 1

Dicen que en mis versos hago
constante mención del culo
pero de su decir dudo;
por ello ahora hablo
de nalgas, la torta o rabo:

Es horrible el sinsabor
de dilapidar el semen
en quienes, por planas, temen
no complacer al amor.
Lo sé y no por escritor,
sino por ser pito vago
que existe entre beso y trago.
Y dado que sobre mí
la ignorancia es mucha, así
dicen que en mis versos hago.

Es a la hora de escribir
cuando propio es concentrarse
cual espalda al espigarse
pa’ poder mejor abrir
el ano y ante el sucumbir,
pues si sodomizo ululo,
lanzo esperma que acumulo
para tan rica ocasión:
que se haga de corazón
constante mención del culo.

Es para el pópulo un acto
cerdo lamer el pedorro;
yo, lo hago hasta que le borro
la raya; lo hago ipso facto
y con mayor fuerza lacto.
Quizá es por esto que aludo
a dicho quehacer peludo
que epitetan de “sin nombre”
—peor si lo recibe el hombre—
pero de su decir dudo.

Es considerado insulto
lo que al centro de la torta
yace tocar, mas exhorta
mi voz a ser muy adulto
(como poeta doy indulto),
a probar lo que del Diablo
se considera vocablo
oscuro, mugroso beso.
Quiero que usen lengua y seso,
por ello ahora les hablo.

Es, en fin, la vida misma
un andar de miedo en miedo,
ser un resoplillo, un pedo
—aquel aire con carisma—,
un estar y un irse en cisma,
un bien decir “ya me acabo”
(aquel culo en el que cavo)
y mientras tanto vivir
o, mejor, sobrevivir
de nalgas, la torta o rabo.

lunes, 17 de marzo de 2014

INVECTIVA DEL LITTERĀTUS O REPRIMENDA AL MEMORIALISTA

Para escribir libremente debes principiar por ser
libre, no por el anhelo de escribir libremente”.
Luis Cardoza y Aragón


¿Qué debe hacer un escritor para merecer dicho título?
Poco importa la prosopografía del literato; más reveladora es su etopeya. Ésta, puede arrojar grandes descubrimientos si se realiza una lectura atenta de sus obras.
Resulta estúpido pensar que una sola respuesta logrará esclarecer lo que un escritor debe hacer o deshacer. A lo sumo, la única verdad casi irrefutable sería la siguiente: Un escritor debe escribir. Y digo casi irrefutable, porque no faltará quien postule una antítesis ante dicha declaración.

Pero mientras ello sucede y haciendo a un lado los cuestionamientos insanos que puedan derivarse de mi afirmación (como ¿cuánto debe escribirse para ser considerado escritor? o ¿llamaremos escritor a quien carece de publicaciones?, etc.), trataré este escrito sin empachos ni perífrasis; con cierto jolgorio si es posible y lo aderezaré con algo de vehemencia.

Me valdré de opiniones varias para sentirme acompañado en este trance, en esta vocación tácita, hija no reconocida del silencio.
Aclaro, adelantándome a sus dicterios, que emplearé los vocablos escritor y literato como si fuesen lo mismo.
Comenzaré mi diatriba al secretario modo:

A quien corresponda.

Por medio de la presente, expreso el disgusto que me provocan quienes se dicen escritores y apenas balbucen el alfabeto.
Narradores, ensayistas, dramaturgos, poetas, todos esos malos retóricos de paupérrimo patetismo, de turra intuición.

He leído y escuchado propuestas “literarias” de supuesta última generación; ofertas “vanguardistas” que rivalizan con la solemnidad y el recato, que exhortan a la abolición de las élites inventivas, donde se anhela un arte para todos, arte de corte plebeyo para que hasta un Juan lanas sea capaz de paladearlo sin conocimientos previos, sin mínima cultura.

Cierto, cualquiera puede leer un buen libro pero no cualquiera es capaz de disfrutarlo.
Esto no se debe a la alta cultura o al refinamiento, por lo menos no completamente.
Cada ánima posee su hechura mas no todo humano posee alma. Lo veraz es que en la literatura nada vuelve a los espíritus tan imprudentes y atrevidos como la ignorancia de los tiempos pasados y el desprecio por los libros antiguos.[1]

Y aquí hago un paréntesis: utilicé los términos ánima y alma, porque en la cita se usa el de espíritus. Explicado esto, prescindan de considerarme un boludo en menesteres ontológicos y teológicos, que esa es harina de otro costal. En resumen: Tráguense sus jolines y recuerden que el que no sabe jugar las armas con destreza, abstiénese de los ejercicios del Campo.[2]

Volviendo al asunto del escritor en nuestros días, toda destrucción o construcción requiere conocimiento y la mayoría de las propuestas que mis contemporáneos ostentan se fundan en la ignorancia. Ese es el pilar que los sostiene.
Lo único que “destruyen” son los arquetipos populares; es decir, atentan contra aquello que pregonan, pues el pópulo no comprende por LITERATURA los panfletos experimentales que producen, con los que intentan colonizar el imaginario popular.
Las escasas neuronas de estos redactores llaman a la retórica “lo establecido”, “el sistema” o, en el colmo de la burrada, “la academia”.
Reducir la literatura a la academia es ofensivo. Explicado con manzanas, esta creencia es similar a aquella que confunde la institución religiosa (mezquita, sinagoga, iglesia) con Dios. Romper las leyes espirituales, de cualquier religión, no formarán necesariamente nuevas leyes religiosas o nuevas religiones.
Romper los dogmas no romperá a Dios. Del mismo modo, romper la tradición no romperá la literatura. La literatura tiene un orden, incluso hallándose desordenada.

¿Y qué diablos quieren destrozar estos descerebrados?, ¿contra qué atentan?
La respuesta podría hallarse en un esquema que encontré; en él se abordan las supuestas cualidades del literato. Este cuadro sinóptico fue manufacturado por un profesor de la Escuela Nacional Preparatoria; su nombre es Salvador Ávila Martínez.
Dicho esquema aparece en el libro “Literatura española. Cuarto año de bachillerato”, editado por Porrúa desde 1968.
Me resulta tierno por su inocencia, cómico por su costumbrismo.
Lo transcribo a continuación:





Más lamentable que sus incisos, no del todo errados, es el enfoque de las cualidades que otorga a cada aspecto de la lista.
¿Imaginación creadora? Parece pleonasmo. Es como decir “enfermedad dañina”.
Probablemente, espero, sólo se trata de un lío conceptual, dado que no toda imaginería culmina en algún acto de creación.
En cuanto a la “exquisita sensibilidad”, ignoro si existe la “sensibilidad repugnante”.
Lo fáctico es que los dos primeros incisos son imposibles sin la consciencia. Es más, la consciencia los engloba porque son características de ella.
La imaginación parte del conocimiento. La imaginación traslada el saber de un elemento hacia otro elemento; los saberes, tanto el ajeno como el propio, se ayuntan y forman una mezcla —heterogénea u homogénea, según el literato lo desee—, generando un compuesto (oración, cláusula, miembro, verso, proposición, etc.); se trata de química básica.

En lo concerniente a la sensibilidad, bueno, todos sentimos. A pesar de ello, hasta que se educa la sensibilidad es que puede llamársele conciencia.
La conciencia es sensibilidad educada; asociar refinamiento con educación es mero cliché.

El literato tendría que estar consciente de que ninguna palabra nace del vacío sino que deriva y se apoya sobre la vida que la ha precedido y que, sin embargo, se ha expresado en su propia forma. Ellas nos llegan con el resabio de arcanos aromas que son el sentido de su antigüedad, el prestigio de su nobleza.[3] Pero no, esto no sucede. De hecho, pareciera que olvidan algo fundamental: La literatura la generan las palabras.

Estos remedos de escriba confían sus textos al inciso “c” del cuadro. ¡Vaya caterva de iletrados! Analfabetos emocionales desde la cuna, apuestan a la inspiración y no al oficio. Como consecuencia lo que generan son textos deturpados.
Van por la vida difundiendo alguna frase sobre su naturaleza de literatos, por ejemplo: A semejanza del minero es el escritor: explota cada intuición como una cantera.[4] Pregonan frases de escritores reconocidos, consagrados, formados, mas no las aplican en su quehacer. Sus débiles intuiciones no son explotadas ni mucho menos. Las exponen con mediocridad en sus escritos y eso es lo molesto, no las citas en sí.

Textos hechos de esa forma, al cernícalo modo, terminan por ser nocivos para la literatura.
Sin meditación no puede haber solidez en la obra literaria. Todo lo que se hace alborotadamente es cosa de primer plano. El mundo moderno ha perdido el hábito de la soledad interior entre el ruido de los automóviles, aviones y radios. Sólo la conservan con método consciente el religioso y el artista.[5]
Religioso y artista, no seudo-religioso y pretensión de artista.
Algo es claro: El pretensioso permanece en la superficie.

El último inciso, “el buen gusto”, es de pésimo gusto por las supuestas facultades que debe poseer. Sobre esto, Antonio Machado sugiere lo siguiente: Sed hombres de mal gusto. Yo os aconsejo el mal gusto, para combatir los excesos de la moda. Porque siempre es de mal gusto lo que no se lleva en una época determinada. Vaya vera.

Al parecer, en la actualidad, el “buen gusto” se tiene como sinónimo de clásico, de tradición. Contra esto se efectúa la “transgresión”. Atentan contra un esquema, similar al de Ávila Martínez, poco meditado, delineado por el costumbrismo.
Consideremos, además, que muchas de estas propuestas “literarias” argumentan que escribir de cierta forma o sobre ciertos temas ya ha pasado de moda.

Vanita vanitatum et omnia vanitas; la literatura nada tiene que ver con la moda. Si es moda no es literatura. Hay tendencias históricas, pero no moda. Como bien sabemos la moda es efímera; la literatura no, ya que contiene esencialidades.
La moda adorna lo de afuera; la literatura expresa lo que hay dentro.
Por esto Machado exhorta a practicar el mal gusto, aquello que “no se lleva en una época determinada” y en esta época lo que no se lleva es la preparación, la vocación literaria.

Aparte. El menos reconocido de los padres del cubismo, Georges Braque, dijo: El arte está hecho para perturbar. La ciencia para dar seguridad.
Sin proponérselo dio en el clavo, ya que estos dos elementos son necesarios en la composición de cualquier obra artística; me refiero a la perturbación y la seguridad; arte (salvajismo) y ciencia (civilidad).
La literatura demanda un estado consciente o cuando menos una consciencia de la inconsciencia.

Muchas veces el problema radica en querer apropiarse estilos extranjeros, pero en su expresión se palpa la ausencia de la propia raíz idiomática. Así, sus obras, con todas sus posibles excelencias, dejan un sabor de inmadurez y hasta de torpeza. Sus estilos, por alterar el estilo del idioma original, resultan postizos e inadecuados.[6]
Asimismo, suele suceder que escriban sobre estilos de vida que desconocen, haciendo textos acartonados, forzados; la técnica se aprende, no así la sabiduría de la sangre.
Un buen ejemplo de esto se halla en quienes desean elaborar una escritura violenta o decadentista y sólo consiguen hacer, de su expresión, triste chapuza.
Y no se me malinterprete, es obvio que no se necesita vivir tal o cual acontecimiento para escribir sobre él. Lo que sí se requiere para poder persuadir al lector, para que el texto parezca natural, es estudiar —o cuando menos meditar— el hecho que vaya a aludirse.

Otro peligro son los grupos literarios. La amenaza, para el mundo de las letras y los lectores asiduos, radica en que se deja de hacer literatura para generar tendencias; el groso de los escribientes seguirá las fórmulas del que más destaque o esté en boga. He aquí otra contradicción: Buscan la originalidad imitando y ni siquiera imitan a la naturaleza, como indica el concepto antaño; son tan prefabricados que nada luce natural en sus textos.
A esta altura, en este tiempo, buscar la originalidad es de lo menos original. El hecho de que algo sea novedoso —que no original— NO implica que posea calidad literaria.

Cuando alguno de estos redactores apopléjicos menciona que escribe para renovar la literatura, no sólo resulta una pretensión repugnante sino una aseveración oligofrénica.
Nada más original, nada más uno mismo que nutrirse de los otros. Pero es preciso digerirlos. El león está hecho de cordero asimilado.[7] Esto debe ser difícil de comprender para quienes padecen apepsia.
Sus obras indigestas, sin raigambre y colmadas de angaripolas, bien podrían catalogarse como pasquines soflameros, manufacturados por mercachifles; pane lucrando, reza la antigua locución.

Si se hace alguna crítica —¿será necesario explicarles qué es la crítica?— sobre sus cutres literarios, no sólo se gana la enemistad, sino que se corre el riesgo de ser tildado de ignorante. El burro hablando de orejas, diríamos coloquialmente.
Tanto se ensimisman en su talento entredicho que osan “criticar” fatuamente; incluso, “deshacen” obras y autores sin una previa hojeada al trabajo o escritor en cuestión.
Son un manjar para la sátira y la jiribilla:
Entre los más grandes descubrimientos que al intelecto humano le dio por hacer en los últimos tiempos, figura a mi opinión el arte de juzgar libros, sin haberlos leído.[8]
Carentes de juicio, se escudan en el prejuicio; en sus maleducados gustos cerreros.

Estos escritores de pacotilla se presumen libres y hasta libertadores; quieren romper las cadenas que ciñen a la sociedad lectora. Lo que dejan de notar, dada su miopía que suele transformarse en ceguera, es que caen en lo coercitivo; doblegan la voluntad del neófito con discursos de vena casi merolica, pero jamás mencionan la otra cara de la moneda porque la desconocen: Me refiero al peso que posee la circunstancialidad de la palabra dentro de cualquier escrito, entiéndase: LITERATURA.

Fuera de los vocablos, que designan objetos materiales y utensilios o instrumentos de la existencia, la palabra es para un artista siempre un valor de relatividad, que sólo se mide por la situación y por el ambiente [9] (subnormales, con “un artista” se refiere al literato).
Es comprensible que no piensen en este asunto. Nada puede exigírsele a sus neuronas “divinas, inspiradas”, que sólo sienten o simulan que sienten.

Ojalá pudieran tapar el sol con el dedo índice, mas ignoran la existencia del sol y, probablemente, los nombres de los dedos.
Quien admira trujamanes de esta calaña, regularmente los admira porque omite otras opciones; padece la misma inepcia de aquellos a los que admira.
El lector que consume estos vómitos es tan culpable como aquel que los produce.

La ignorancia es opcional; el conocimiento está para quien lo desee.
He de ponerlos al tanto de una increíble noticia: Hace mucho que los clérigos no son los únicos con acceso a los libros —inagotable fuente de sapiencia— y, aunque suele haber imprecisiones, ya existe la conexión a internet, por lo menos en las ciudades.

El escritor, como el corredor, practica su trabajo en la forma más gratuita y desinteresada, porque nadie lo obliga.[10] El trabajo que se realiza por gusto es, quizá, el más honesto y noble de los trabajos; genera profundidad, ya sea en el pensamiento o en la acción que se realiza (escribir, correr, por ejemplo).
Cuando la escritura es un acto determinado por la gratuidad, por el desinterés de lo masivo —lo que no exenta que pueda obtener una posición dentro del mercado—, no existen óbices, no hay capítulo, pasaje, drama o verso, que sea inane.

Quien escribe para sí, no hace más que alimentarse. En el convite de la escritura participan el literato, sus influencias y sus detonantes. Necedad de necesidades. Ímpetu y pundonor.
Quienes piensan que es imposible escribir para uno mismo están en la inopia. Es semejante a creer que nos nutrimos, o desnutrimos, en pos de los demás.
Escribir para sí mismo no debe considerarse como un acontecer ególatra. Esa paparruchada es mera fijación superflua, tediosa proposición de tan machacona.
Escribir para uno mismo es un acto de esencialidad y no de sobaquina.
Se trata del autoconocimiento por medio de los otros y mediante el estilo.

El estilo puede equipararse a la huella dactilar, a la voz. De esta forma los lectores identifican al autor; así conocen, por la particularidad del timbre, al literato.
Las manadas de escritoretes, que abundan, impiden que esto ocurra, dado que sus voces son similares, en el mejor de los casos; en el peor, son idénticas.
Y aunque el estilo resulta el más particular de los rasgos, tampoco lo es todo.
Recordemos aquella frase:
Gastó largos años para hacer un estilo. Cuando lo tuvo, nada tuvo que decir con él.[11]

¿Qué debe hacer un escritor para merecer dicho título?
Poseer una serie de elementos y habilidades; conjugarlas, vaciar el resultado en el papiro, en la computadora, donde cobrarán otro sentido, otra energía.
La publicación es la transmutación de la palabra, no la búsqueda de su otra mitad.
Ténganlo presente antes de bisbisear sus burradas, zotes “revolucionarios”.
Abandonen la saña y cultiven la consciencia, la única posible hazaña.
La gloria o el mérito de ciertos hombres está en escribir bien; la de algunos otros en no escribir.[12] Sanseacabó.


[1] Chamfort.
[2] Horacio.
[3] Gherardo Marone.
[4] Julio Torri.
[5] Martín Alonso.
[6] Ermilo Abreu Gómez.
[7] Paul Valery.
[8] Georg Christoph Lichtenberg.
[9] Fidelino de Figueiredo.
[10] Vicente Quirarte.
[11] Carlos Díaz Dufoo hijo.
[12] Jean de la Bruyère.

LA VOZ DE LA LLAMA

Emerge incandescente.
Crea hogueras literarias
donde las musas se funden.
Se vuelven tinta
y cantan al ritmo
de la mano que las ciñe,
del cerebro que empuña el cuerpo.
Es la voz de la llama.
Arde en las venas,
las recorre
como si fuera la sangre
un camino de gasolina.

Vida y muerte
provocan la combustión de la voz
al besar la frente de un cadáver.
Se incendia el poema
y las metáforas al rojo-vivo
marcan las pupilas
de aquellos lectores
que buscan una chispa
para arder en el eco de la palabra.

La llama sube por la garganta
como si incendiara un edificio.
Halla en el siniestro de su paso
una poética inflamable
capaz de chamuscar la tersura
hasta la ceniza.
Espera los estertores del viento
que transportan la hermosura derretida
—la diáspora bella—
a los pulmones transeúntes
que extraviados en el frío
carecen de voz,
ignoran la llama.
Si el mundo inhalara
esta calcinada hermosura,
una pira universal
ardería en el corazón humano.

Debo encontrar el génesis
de esta voz,
de esta llama;
correr el riesgo de no escribir más,
ni a los que amo
ni a los que odio.

Voy a tirarme al río
para ver si la voz
se apaga.

¿Y cómo se llama la llama de la voz?
Quizá conciencia o pensamiento,
vagabundo o poeta.
Si echara tierra a su nombre,
si agua;
si lograra no dejar ascuas
tal vez
vería la voz antes de su lumbre;
antes de toda cálida fiereza
y podría contarle las caricias al fuego.

La voz se divide en dos:
                                       —¡Vos sos la voz!
                                      
    —¡Voz sos la tos!

Ninguna acierta.
Escruto el recuerdo,
desvisto a las neuronas.
Descubro que el pasado
está hecho de muerte,
la muerte está poblada de ilusiones;
las ilusiones son el poema, lo que jamás ha sido;
el verso muere después de escrito;
el lector degusta ideas disecadas.

La voz no busca la llama,
la llama encuentra la voz.
Por fin escucho con los ojos,
observo con los oídos,
aprendo a desaprender…

El pasado no quema,
                está quemado.

A LA OTRA ORILLA

“la otra orilla está en nosotros mismos.
Sin movernos, quietos, nos sentimos arrastrados,
movidos por un gran viento que nos echa fuera
de nosotros. Nos echa fuera y, al mismo tiempo,
nos empuja hacia dentro de nosotros”.

Octavio Paz

1

Sé que todo versa sobre la soledad,
esa sensación de permanecer,
de estar siendo incompleto;
fragmento sin orillas
desbordándose en los recipientes
que salen al paso;
cualquier recipiente
que nos haga sentir contenidos.

Hoy no invitaré al crimen
sino a saltar a la otra orilla.
Eso significa vaciar la mente,
encontrarse con uno mismo,
acariciar los tentáculos al alma.

Los contrarios son una sola cosa,
son la unidad estirando los brazos
como quien se despierta.

Esta es la consigna: saltar.



2

Hay que ir en contra de la gravedad
para hallar la gravedad;
lo que nos conforta
también puede matarnos.
Se debe tener peso para el salto
o existe el riesgo de no volver a caer.

Algunas orillas se alcanzan
sin efectuar un solo brinco:
aquí mis labios líricos,
allá los tuyos danzantes,
el beso es la orilla
de nuestras bocas hambrientas.

Cruzar no es saltar;
cruzar implica permanecer
y saltar abandonarse.



3

El bolígrafo no sabe
lo que mueve a la mano
que lo ciñe;
se trata de un trance,
una desconexión con la lógica
donde las palabras (corazón)
y el ritmo (emoción)
puedan entrecruzarse;
esto no ayuda a dar el salto
pero explica que somos un instrumento
musical, quirúrgico o de tortura
mas instrumento al fin.

Quien se piense como tiempo
se condena a vivir temporalmente.

Ignoro cuánto me falta,
cuánto he gastado;
he escrito todo lo que he escrito,
he dejado de escribir lo imposible.

Si debiese morir ahora, no argumentaría;
si debiese seguir con vida, no argumentaría,
en cualquiera de los casos
seguiría buscando la otra orilla.



4

Lo otro
es aquello de mí que desconozco,
la invisible fuerza capaz de destrozarme
para librar mis taras
y poder saltar a lo sobrenatural,
al misterio de la hoja que no fue fabricada
porque siempre permanecería en blanco.

El blanco es vacío,
vacío indica espacio para crecer,
para estrellarse contra uno mismo.
El negro es hueco,
hueco quiere decir que algo falta,
que se lleva encarnada la ausencia.

El tiempo nos adhiere a los objetos;
saltar es arrancarse la piel.
Antes de aprender a vivir
hay que saber morirse.



5

Deambulamos entre dos mundos:
lo profano y lo sagrado,
el gemido y la oración.
Cuando poseamos substancia,
es escribir,
cuando nuestras palabras no busquen sentido
y sólo sean palabras,
entonces sabremos lo otro:
eso de nosotros que ignoramos.
Pero lo otro también es lo inevitable:
el amor, el poema, la sangre;
la vida después de la vida.

Esto es lo único que importa:
saltar, saltar,
alcanzar la otra orilla.