lunes, 17 de marzo de 2014

LA VOZ DE LA LLAMA

Emerge incandescente.
Crea hogueras literarias
donde las musas se funden.
Se vuelven tinta
y cantan al ritmo
de la mano que las ciñe,
del cerebro que empuña el cuerpo.
Es la voz de la llama.
Arde en las venas,
las recorre
como si fuera la sangre
un camino de gasolina.

Vida y muerte
provocan la combustión de la voz
al besar la frente de un cadáver.
Se incendia el poema
y las metáforas al rojo-vivo
marcan las pupilas
de aquellos lectores
que buscan una chispa
para arder en el eco de la palabra.

La llama sube por la garganta
como si incendiara un edificio.
Halla en el siniestro de su paso
una poética inflamable
capaz de chamuscar la tersura
hasta la ceniza.
Espera los estertores del viento
que transportan la hermosura derretida
—la diáspora bella—
a los pulmones transeúntes
que extraviados en el frío
carecen de voz,
ignoran la llama.
Si el mundo inhalara
esta calcinada hermosura,
una pira universal
ardería en el corazón humano.

Debo encontrar el génesis
de esta voz,
de esta llama;
correr el riesgo de no escribir más,
ni a los que amo
ni a los que odio.

Voy a tirarme al río
para ver si la voz
se apaga.

¿Y cómo se llama la llama de la voz?
Quizá conciencia o pensamiento,
vagabundo o poeta.
Si echara tierra a su nombre,
si agua;
si lograra no dejar ascuas
tal vez
vería la voz antes de su lumbre;
antes de toda cálida fiereza
y podría contarle las caricias al fuego.

La voz se divide en dos:
                                       —¡Vos sos la voz!
                                      
    —¡Voz sos la tos!

Ninguna acierta.
Escruto el recuerdo,
desvisto a las neuronas.
Descubro que el pasado
está hecho de muerte,
la muerte está poblada de ilusiones;
las ilusiones son el poema, lo que jamás ha sido;
el verso muere después de escrito;
el lector degusta ideas disecadas.

La voz no busca la llama,
la llama encuentra la voz.
Por fin escucho con los ojos,
observo con los oídos,
aprendo a desaprender…

El pasado no quema,
                está quemado.

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